6 may 2007

Elecciones en Fancia

Razones de la elección de (Nicolas) Sarkozy/Tahar Ben Jelloum, escritor. Premio Goncourt 1987.
Tomado de La Vanguardia, 06/05/2007;
Esta noche Nicolas Sarkozy se convertirá en presidente de la República Francesa. Esta certeza no es ninguna apuesta y aún menos un deseo. Hace mucho tiempo que Francia anda por la senda de este hijo de inmigrantes húngaros que, a sus veinte años, alimentó la ambición de llegar a presidente. Nicolas Sarkozy ha trabajado a fondo para alcanzar esta meta. Acomplejado por su estatura, ha sabido superar todos los obstáculos, ha sabido traicionar a sus mentores y amigos, aplastar a sus enemigos, hacer fuego de todas las astillas guiado por una idea fija: llegar a esta meta por todos los medios a su alcance, incluidos los más detestables y odiosos. Para tener éxito en su empresa, ha usado una inteligencia que no se molesta en guiarse por principios como no sea el de guardar las apariencias.
Quien se apresta a ocupar la función de jefe del Estado no ha alcanzado este logro merced al azar o a un vuelco fortuito de la historia como fue el caso de Jacques Chirac en el 2002, elegido con el 80% de los votos para cerrar el paso a Jean-Marie Le Pen, presidente del Frente Nacional. Si Sarkozy ha llegado a la meta, ello obedece a que una parte de Francia ha querido acabar con la piedra en el zapato de la culpabilidad histórica, con las tradiciones generosas y solidarias de este país, lo que ha resultado en la trivialización del discurso racista, un discurso envuelto a veces en palabras que ayudan a tragar la píldora y a acabar con una Francia tierra de asilo y sostén de pueblos en dificultad, una Francia tierra de acogida y de celebración de los derechos humanos.
Y así hemos podido presenciar cómo ciertos intelectuales exigían a Francia que dejara de sentirse responsable de su pasado colonial, cesara de malgastar su energía en cooperar con los países del Sur y dirigiera su mirada hacia la Europa del norte y del este, hacia EE. UU. y su modelo político. Hemos visto una Francia que consideraba que la inmigración constituía un azote en tanto que los niños nacidos de esta población inmigrante eran tenidos por ciudadanos de segunda, por franceses faltos de reconocimiento, por bastardos de la República, como si fueran extranjeros sin papeles, sin derechos. Y de ahí han brotado las proposiciones de ley para “reconocer los beneficios de la colonización”, para dificultar por no decir imposibilitar el cumplimiento del principio del reagrupamiento familiar, para echar el cerrojo a las fronteras de este país y juzgar el islam un magno obstáculo a cualquier intento de integración. La revuelta juvenil de los barrios periféricos de Francia en otoño del 2005 llegó a tacharse de “acto o manifestación étnica”, siendo así que se trataba de la expresión de una juventud francesa de la que Francia, simplemente, no ha hecho caso, recluida en injustas condiciones de vida (en estos barrios el paro alcanza el 40%). Estos mismos intelectuales han puesto en circulación declaraciones contra el racismo antiblanco,han apoyado la intervención estadounidense en Iraq y la política israelí incluso cuando tal política lleva al Estado de Israel a invadir un país pequeño como Líbano y destruir sus infraestructuras con el pretexto de luchar contra el terrorismo de Hizbulah. Y estos mismos intelectuales apoyaron desde primera hora el proyecto de Sarkozy, respaldando sus iniciativas en materia de seguridad en casa y su proamericanismo en el exterior, todo lo cual le ha permitido ir a buscar el voto de la extrema derecha, hacer campaña pescando en las aguas del programa del Frente Nacional, proponer un Ministerio de la Inmigración y la Identidad Nacional, proclamara los cuatro vientos su voluntad de oponerse firmemente al ingreso de Turquía en la UE y, por último, acabar con el legado de la revuelta de Mayo del 68.Este hombre ha sabido elegir sus amistades: se sitúa del lado de los poderes industriales y mediáticos en la medida en que estos grandes patronos son al tiempo propietarios de grupos de prensa, radio y televisión. Al hombre que ha erigido la traición en ejercicio habitual de realpolitik se le han sumado personalidades que han traicionado a su bando tradicional. El caso más escandaloso es el de Eric Besson, economista de Ségolène Royal, que rompió con la candidata socialista para caer en los brazos de Sarkozy y, sobre todo, hacer campaña con él, revelando secretos de su labor anterior. Antes que él tomaron esa vía el historiador Max Gallo, antiguo ministro de François Mitterrand; el actor Roger Hanin , cuñado y amigo de Mitterrand; André Glucksmann, profesor de filosofía, y muchos otros que ven en Sarkozy al hombre que les venga de un humanismo que ha olvidado la famosa preferencia nacional.
He aquí, pues, cómo Francia acaba de ofrecer cinco años de gobierno a un hombre y un equipo decididos a conducir a este país hacia un liberalismo sin complejos, dotados de un pensamiento en cuyo seno el egoísmo, los valores mercantilistas y la traición no constituyen realidades vergonzosas.
Nicolas Sarkozy entra en el club de los jefes de Estado del cinismo, club donde encuentra a sus amigos, a sus iguales: el español José María Aznar, el italiano Silvio Berlusconi y, sobre todo, George W. Bush. Queda la otra Francia. Deseémosle ánimo y entereza

¡Ciudadanía antes que Nada!

Ciudadanía antes que teocracia/Abdennur Prado, es presidente de Junta Islámica Catalana y autor de El islam en democracia
Publicado en EL PAÍS, 06/05/2007;
El Partido de la Justicia y el Desarrollo (AKP) ha visto cómo el Tribunal Constitucional de Turquía anulaba la designación de su candidato a la presidencia del país, una decisión presentada como la enésima muestra de la tensión entre laicismo y religión. Pero no nos confundamos: en realidad, el AKP es un partido cercano a las democracias cristianas europeas, en cuyo programa no figura la idea de crear un Estado islámico, sino la de avanzar desde un laicismo excluyente de lo religioso hacia una laicidad más inclusiva.
Para encontrar un islamismo refractario al laicismo hay que fijarse en aquellos movimientos que en el mundo islámico reivindican la aplicación de la Sharia (ley islámica) como solución a los males que padecen sus países. Tras el fracaso del panarabismo y la deriva de los regímenes laicos hacia el totalitarismo, el aumento del componente religioso en la política de muchos países del Tercer Mundo se presenta como una lucha por la liberación cultural, la representación política y un desarrollo más equitativo.
El problema es que cuando estos grupos hablan de aplicar la Sharia, suelen remitirse a la jurisprudencia del periodo clásico del islam, codificada en un contexto patriarcal y autoritario. En la práctica, esto conduce a la implementación de la pena de muerte, castigos corporales, y toda una serie de leyes discriminatorias hacia la mujer, los homosexuales y las minorías religiosas. Los promotores de esta concepción anacrónica de la Sharia viven obsesionados con “relislamizar la sociedad”, inmiscuyéndose en todos los ámbitos, ahogando el pensamiento crítico y condenando a sus países al subdesarrollo. Para muchos musulmanes, esta política conduce a la destrucción del islam, transformado en una religión de Estado. La única salida pasa por superar la tentación de construir un Estado islámico, y aceptar que las leyes deben basarse en valores universales y no en la imposición de ninguna religión. Sin libertad de conciencia no hay progreso. Esto es más conforme al islam, tal y como muchos lo entendemos.
La problemática de la Sharia nos remite a la tensión entre lo global y lo local, en la cual la religión juega un papel cada vez más grande. Desde esta perspectiva, podemos realizar una comparación entre el discurso islamista y el de la Conferencia Episcopal Española (CEE). En ambos casos nos encontramos con un repliegue identitario, que defiende la supremacía de una religión como algo esencial para la supervivencia nacional. Así, el cardenal de Toledo, Antonio Cañizares, afirma que “una España unida sería una España más católica” porque el país “tiene su origen en la fe, en la unidad católica”. Lo mismo sostiene el arzobispo de Madrid, Rouco Varela: “Muchos apuestan por una España no católica, pero en el fondo el alma de España vibra a través de la historia de su conciencia, de su cultura, de todas las épocas gloriosas de su Historia… España será católica o dejará de existir como tal”.
No nos equivoquemos a la hora de identificar los problemas. En la España de principios del siglo XXI nadie, ningún colectivo medianamente representativo, invoca la Sharia, ni los castigos corporales, pero, en cambio, sí hay fuerzas poderosas que defienden que todos los ciudadanos sean gobernados según la moral católica. Si alguien tiene dudas, que lea la instrucción pastoral Orientaciones morales ante la situación actual de España, del 23 de noviembre de 2006, donde la Conferencia Episcopal defiende “la unidad histórica, espiritual y cultural de España”, afirmando el derecho de los ciudadanos a ser gobernados según este criterio religioso (la pastoral dice: “De acuerdo con un denominador común de la moral socialmente vigente fundada en la recta razón y en la experiencia histórica de cada pueblo”). La Conferencia Episcopal rechaza algunas leyes aprobadas por el Parlamento -divorcio, aborto, matrimonios homosexuales- con el argumento de que constituyen “una desobediencia a los designios divinos” y son contrarias al “patrimonio espiritual y moral históricamente acumulado”.
El carácter arcaico de este discurso salta a la vista. A principios del siglo XXI parece claro que las narrativas tradicionales de formación de las identidades nacionales no nos sirven como instrumento para lograr la cohesión social, sino todo lo contrario. Y esto es tan válido para Irán como para España. No olvidemos que si nuestro país ha sido durante siglos mayoritariamente católico, no lo ha sido libremente, sino a través de la expulsión de judíos y de musulmanes, la persecución de cristianos unitarios, y a leyes tan aberrantes como “los estatutos de limpieza de sangre” (que no sé si forman parte del “patrimonio espiritual” reivindicado por la Conferencia Episcopal).
En un sistema democrático, ninguno de los campos en los cuales existen identidades diversas puede erigirse en un elemento válido para definir la identidad colectiva. Esto es aplicable a la raza, la religión y la ideología. Un país que sitúa lo étnico como un fundamento de su cohesión, es un Estado racista. Un país que sitúa por encima una ideología es un Estado totalitario. Un país que sitúa una religión como fundamento es un Estado teocrático. Esto conduce a la exclusión de quienes no profesan dicha religión, creando una fractura en el seno de la sociedad.
Frente a estos modelos, la secularización ha generado el concepto de ciudadanía, basado en valores de corte universal, como son la propia democracia, los derechos humanos, la libertad de conciencia, la justicia social y la igualdad de género. Estos son los principios éticos y jurídicos a través de los cuales es posible lograr la cohesión social, con independencia de la religión, la etnia o la ideología de cada ciudadano. Esta secularización no debe verse como antirreligiosa, sino como posibilitadora de la convivencia interreligiosa, en un plano de igualdad. Y, sobre todo, esta secularización es valiosa en la medida en que sitúa al individuo como objeto de derecho, por encima de todo atavismo colectivo.
Si realmente queremos una España socialmente cohesionada, ayudaría mucho que la Conferencia Episcopal se emancipara de un modelo de Estado-nación basado en el catolicismo. Como musulmán español, me atrevo a afirmar que con ello saldrá ganando el propio cristianismo. Como saldrá ganando el islam el día en que los mal llamados Estados islámicos superen el modelo identitario basado en la supremacía del islam. Sólo entonces podremos unirnos en la construcción de una sociedad civil a escala planetaria, capaz de hacer frente a los abusos de la globalización neoliberal

¡De acuerdo con Vargas Llosa!

Prohibido mentir/Mario Vargas Llosa
Tomado de EL PAÍS, 06/05/2007;
El Parlamento Europeo, por abrumadora mayoría y apenas dos o tres abstenciones, ha declarado un delito, que debe ser penalizado, negar el Holocausto, es decir, la matanza de seis millones de judíos perpetrada por la Alemania de Hitler en los campos de exterminio establecidos con ese propósito en los años treinta y cuarenta en la propia Alemania y en los países de Europa central ocupados por los nazis. Este acuerdo de los parlamentarios europeos responde a intentos, esporádicos pero ruidosos, de historiadores de extrema derecha que en los últimos años, tanto en la propia Alemania como en Francia e Inglaterra, han pretendido negar o minimizar aquel genocidio y a los brotes de antisemitismo que con alarmante frecuencia aparecen de un tiempo a esta parte en el seno de la Unión Europea.
¿Por qué, desde que leí esta noticia, he sentido incomodidad con la medida adoptada por el Parlamento Europeo? No porque albergue la más mínima duda sobre la horrenda carnicería cometida por los nazis contra el pueblo judío, desde luego. He leído mucho al respecto y he sentido náuseas visitando algunos de los lugares donde se perpetró la matanza, como Auschwitz y Buchenwald, y he sentido que se me saltaban las lágrimas recorriendo el sobrio y aterrador museo de Yad Vaschen, en Jerusalén y en el de Washington, las dos o tres veces que he estado allí, para que me quepa la menor suspicacia sobre la verdad de esa matanza, uno de los más bochornosos crímenes contra la humanidad, con el agravante, en este caso, de que los criminales pertenecían a una de las sociedades más cultas y avanzadas del mundo.
Pero, aún así, pienso que hay un riesgo muy grande para la libertad intelectual -para la cultura- y para la libertad política, en reconocer a los gobiernos o parlamentos la facultad de determinar la verdad histórica, castigando como delincuentes a quienes se atrevan a impugnarla. Por más que tengan un limpio origen democrático, como es el caso del Parlamento Europeo, quienes detentan el poder político no están en condiciones de decidir con la objetividad, el rigor científico y el desapasionamiento moral que exige un quehacer intelectual responsable, la naturaleza y el significado de los hechos que conforman la historia. Democrático o autoritario, el poder funciona siempre dentro de unas coordenadas en las que razones de actualidad, patriotismo, oportunidad, ideología o fe ofuscan a menudo el juicio y pueden desnaturalizar la verdad.
El patriotismo, por ejemplo, es riesgoso en términos científicos, porque, como dijo Borges, dentro de él “sólo se toleran afirmaciones”. Por eso, en Turquía es constitucionalmente prohibido mencionar el genocidio de los cerca de dos millones de armenios cometido por ese país, asunto que, sólo por ser mencionado, ha llevado a los tribunales recientemente a varios periodistas e intelectuales, entre ellos al Premio Nóbel, el novelista Orhan Pamuk. Y Turquía, recordemos, es una democracia, aunque imperfecta.
Las verdades oficiales son rasgo característico de las sociedades autoritarias, desde luego, pero no deberían serlo de las democracias. ¿En la Rusia de Vladimir Putin, ex-funcionario de la KGB, pueden acaso los historiadores investigar libremente la función que desempeñó este siniestro cuerpo de policía aprovisionando el gulag siberiano de millones de víctimas? Como allá se sigue admitiendo el principio de las verdades oficiales es improbable que los jóvenes rusos de esta y las futuras generaciones lleguen siquiera a sospechar que durante el estalinismo soviético varios millones de sus compatriotas perecieron bajo las torturas y el hambre en los campos de exterminio para disidentes creados por el poder. Y que un gran número de estos supuestos disidentes no eran otra cosa que enemigos personales de los dueños del poder, es decir, inocentes de acuerdo a la propia legalidad soviética sacrificados por razones de mera emulación o intriga personal. Como dentro de la mentalidad chauvinista vigente en la Rusia actual no se toleran actitudes antipatrióticas, los historiadores rusos no podrán pues investigar y establecer en todo su cegadora crueldad el fenómeno que Solzhenitsyn denunció en El archipiélago del Gulag, hasta que Rusia, infortunado país, sea algún día una verdadera democracia.
¿Y las vertiginosas matanzas multitudinarias de la “revolución cultural china” desencadenadas por Mao? Se calcula que no menos de cinco millones -y acaso hasta veinte o más- desaparecieron en esa orgía demencial que desató el jerarca de China Popular en su empeño de -como el Calígula de Camus- “acabar de una vez por todas con las contradicciones de la sociedad”. La verdad oficial del actual o de cualquier gobierno chino futuro, aun si es democrático, difícilmente admitirá un crimen colectivo de esa magnitud, pues consideraría que reconocer una ignominia semejante es algo deshonroso y desmoralizador. Y ningún gobierno quiere sembrar entre los gobernados la vergüenza y el deshonor. Por eso, en las sociedades libres quienes se ocupan de sacar a la luz esos basurales son los historiadores, no los políticos. Aquellos pueden investigar con la calma debida, revisando documentos, testimonios, ponderando las informaciones casi siempre teñidas de partidarismo o prejuicio, y sobre todo, discrepando entre sí, pues ese cotejo y contraste de conclusiones puede acercarnos a las verdades históricas, a menudo escurridizas y confusas.
En manos de los políticos la historia deja de ser una disciplina académica, una ciencia, y se convierte en un instrumento de lucha política, para ganar puntos contra el adversario o promover la propia imagen. Es comprensible que quienes viven acosados y esclavizados por la urgente actualidad y las servidumbres del poder carezcan de la mínima disposición de espíritu y de la serenidad intelectual necesaria para llegar a juicios aceptables sobre asuntos precisos del acontecer histórico.
Una sociedad democrática que cree en la libertad no debe poner limitaciones para las ideas, ni siquiera para las más absurdas y aberrantes. Y debe autorizar que en su seno los historiadores se equivoquen o desbarren sosteniendo por ejemplo que la tierra es cuadrada o que la iglesia católica nunca quemó a las brujas o que no hubo guerras napoleónicas. Negar el Holocausto es una monstruosa estupidez, desde luego. Pero, si esta negación tiene consecuencias delictuosas, es mejor que ello lo decidan los tribunales, caso por caso, y en concreto, porque, de otro modo, el precedente establecido por el Parlamento Europeo podría alentar a tantos políticos y politicastros ávidos de popularidad, amparados en este ejemplo, a promover en sus propios ámbitos la dación de leyes equivalentes defendiendo verdades menos evidentes que el Holocausto y, a veces, no verdades sino esas mentiras que el patriotismo, la fe o la ideología quieren hacer pasar por verdades.
Por lo demás, ya sabemos que a menudo las cosas suelen ser según el cristal con que se las mira. Las verdades históricas son en muchos casos relativas y admiten interpretaciones o relativizaciones dentro de contextos variados. No niego que existan una verdad y una mentira, sino que la frontera que las separa pueda ser establecida por el poder político en una sociedad libre. Precisamente, lo que diferencia a ésta de una que no lo es, es que en una sociedad abierta las verdades establecidas están siempre sometidas al escrutinio y la crítica, para ser confirmadas, matizadas, perfeccionadas o rectificadas por la libre investigación. Nadie puede dudar de las sanas intenciones que han guiado a los parlamentarios europeos declarando un delito la negación del Holocausto. Persiguen con ello contrarrestar de algún modo el renacimiento del antisemitismo, cáncer que por desgracia vuelve a sacar la cabeza en Europa, donde se lo creía ya poco menos que extinguido. Pero es una ingenuidad creer que poniéndolos fuera de la ley se puede combatir eficazmente el prejuicio, la estupidez, o cualquier otra manifestación intelectual de la irracionalidad y la crueldad humana. Por el contrario, la imposición de una verdad histórica desde el poder sienta un peligroso antecedente y podría justificar futuros recortes de la libertad intelectual.
En las democracias las ideas falsas son generalmente desbaratadas y eliminadas gracias a la libertad de crítica y al debate intelectual y la verdad científica se va abriendo paso de este modo dentro de un bosque de confusión y equivocaciones. Pero ni siquiera las sociedades libres están exoneradas de haber amparado en su seno errores y falsedades históricas garrafales. Para corregirlas no hay otra fórmula que mantener abierta a todos los ciudadanos la libre expresión del pensamiento, estimulando el debate y la discrepancia, y la existencia de las “verdades contradictorias”, como las llamaba Isaiah Berlin.
Combatamos el antisemitismo, y todas las expresiones del racismo y la xenofobia con toda la severidad de la ley, llevando a los tribunales y a las cárceles a quienes traducen estas perversiones ideológicas en actos concretos, pero dejemos a los historiadores ocuparse de deslindar las verdades de las mentiras históricas. Los políticos tienen problemas más urgentes que resolver.